El ganador del Grammy sigue siendo el mismo hombre jovial que camina en sandalias por Arauca
Por: Nelson Pérez
Quiso caminar hasta el hotel, observar con calma a Arauca desde las calles. Se fue con paso lento, seguro. A su lado iba Paula, una fanática que había viajado desde Villavicencio para compartir de cerca con él. Era el 7 de diciembre de 2016, las fiestas patronales en honor a Santa Bárbara, que se han celebrado del 4 al 8 por más de cincuenta años, estaban llegando a su fin después de haber tenido orquestas, reinado, coleo y competencias culturales. El Amanecer llanero era uno de los eventos más esperados, y él una de las grandes voces que se presentaría esa noche.
Los postes y las casas de la carrera 20 (la calle principal de Arauca) estaban decorados con luces de colores que titilaban en silencio y le daban a la noche un toque de navidad provincial.
Y por ahí iba, sonriente, carismático. Quienes lo miraron destacaron la sencillez y la estirpe sabanera que reflejaba. Detrás, los músicos de Bordón libre, (el conjunto llanero que lo ha acompañado en las giras por muchos rincones del planeta), haciendo chistes y tal vez comparando en sus pensamientos las calles de un pueblo que no ha podido surgir completamente, con las avenidas de las ciudades europeas en las que se han presentado.
Orlando Valderrama, Cholo, es, para muchos, el mejor cantante de joropo del mundo, el más cotizado y el único que se arriesgó a hacer equipo con Bordón libre, (el conjunto musical que acompaña las canciones llaneras con percusión, guitarra, un cuatro eléctrico y un arpa francesa.) También, el único cantante de este género que tiene a su servicio un ingeniero de sonido y un staff que se encargan de suplir cualquier imprevisto dentro de los conciertos, pero aun así, Cholo conserva su raíz campesina y la humildad del sabanero.
Esa noche iba en alpargatas, tucos, una franela y el infaltable sombrero. Su mera vestimenta sirvió para transportar la imaginación a las madrugadas campesinas en la finca El Copey, a orillas del río Pauto.
Cholito despertaba y se quedaba pensando en la sabana, en los caballos, y cuando la señora Sara lo llamaba, se levantaba, se echaba agua en la cara y llegaba al corral… allá aprendió de música, escuchando a la mamá cantarle a las vacas para que dieran más leche, para que fueran más dóciles. Fue aprendiendo a llevar el ritmo en una melodía, a descubrir que en la voz hay un puente que se conecta con el alma de otro ser.
Cuando pasó frente a la plaza Simón Bolívar, tres hombres que estaban en la esquina lo reconocieron <<¡Ese es el Cholo!>> dijo uno, los otros lo miraron con admiración. Alguien comentó algo sobre la vestimenta y sobre andar a pie. <<¡Es que ese viejo es muy criollo!>>. Le respondió el otro. Cholo alzó la mano en señal de saludo y siguió caminando. Por un instante se detuvo a contemplar el alumbrado. Paula habló de una foto en el corazón de Arauca al lado del gran maestro del joropo.
El hotel Punta Arena, ubicado a un costado de la alcaldía, es el más elegante, exclusivo y moderno de Arauca; por eso, ver entrar a alguien vestido con una ropa tan sencilla es motivo de admiración. El recepcionista, que estaba nuevo en el turno, tuvo un instante de sorpresa. Cholo había llegado esa misma tarde, se había hospedado, descasado un rato y salido a la prueba de sonido y la cena, y ahora estaba de regreso conversando con su seguidora.
Entre ordeño y ordeño, Cholito iba bebiendo espuma de la leche recién sacada de la ubre. Luego soltaba los becerros y junto a las vacas los guiaba hasta el potrero. Después se iba detrás de la señora Sara, viéndola cargar la leche, admirando la destreza y la sabiduría que tenía, y repitiendo en su mente los cantos que había escuchado en el corral.
Los días en El Copey se iban entre caballos y vacas, gallinas y mandadores y oficios de lleve y traiga. Cholito cumplía con sus tareas, aprendía y se ponía retos para aprender más. Pero constantemente le llegaban al pensamiento las melodías del ordeño, a veces hasta las silbaba. Era que estaba naciendo en él el germen de la música.
Después de saludar subió en el ascensor hasta la habitación. La organización le había dicho que su turno en tarima sería a las tres de la madrugada. También, que el pago no se haría sino después de pasar una cuenta de cobro, todo un proceso administrativo que podía demorar meses. Pero eso se solucionó con una llamada. <<Es muy sencillo, mi reina, si el pago no es en el tiempo acordado, no me encaramo en la tarima… … Por eso es que te quiero, negra hermosa… Yo entiendo, el muchacho no sabe de estos eventos, no hay que juzgarlo.>> Dijo Cholo, firme, pero amable. Y subió a descansar tranquilo porque tendría el dinero esa misma noche, tal como lo habían hablado cuando le hicieron la invitación.
Antes, cuando había ido a probar el sonido, fue saludado por periodistas, músicos locales y hasta por los policías que estaban custodiando el lugar. Cholo tuvo una sonrisa para todos y, por supuesto, una pose para las fotos. Bordón libre había llegado antes en una buseta. El ingeniero de sonido y el staff ubicaron cables, sincronizaron vídeos y le pidieron al grupo que tocara. Luego hablaron con los encargados del sonido general y por fin le dieron micrófono a Cholo. Mi caballo y yo fue la canción que interpretó, y mientras lo hacía, el staff le ajustaba el volumen del retorno, el ingeniero de sonido se ubicada en diferentes ángulos, hacía un par de señas y luego ponía el pulgar arriba. Armando Martínez, otro de los cantantes de la noche, y amigo de Cholo, observaba con curiosidad. Luego, cuando el ingeniero dio la orden, la prueba acabó.
Al bajar de la tarima hubo más saludos, más sonrisas y más fotos al lado de quienes no habían alcanzado al maestro en la llegada.
Al regreso, la buseta de Bordón los había dejado en Pecos Bill, un sitio de comidas rápidas donde se ofrece una gran variedad de carnes. Cholo le dijo al conductor de su carro que lo llevara allá, para comer juntos.
Cuando llegó, se sentó en la cabecera de las tres mesas que hubo que unir. Hubo risas, camaradería. Paula no dejaba de hacerle preguntas al maestro. Los músicos recordaban viejas anécdotas. Quienes entraban al lugar, en susurros, indicaban que allá estaba el gran cantante llanero. Una niña se acercó y le pidió una foto. Y los de las otras mesas levantaron la mano para saludarlo. Cholo a todos les respondió con sonrisas. Luego se sentó y trató de no alzar la mirada para no interrumpir el momento. Al salir fue cuando decidió caminar por todo el centro de La Tierra del joropo (así es conocida Arauca en los llanos colombianos y venezolanos), ver las luces y sentir de cerca el pueblo.
Los almuerzos en El Copey estaban llenos de armonía. Don Manuel siempre se sentaba en la cabecera de la mesa. Cordial y cariñoso hacía cumplidos al sabor de las comidas. Cholito lo observaba en silencio, estaba guardando en su mente el respeto y la decencia de su padre.
Luego ensillaba un caballo, uno alazán, y se iba a buscar las bestias para llevarlas a beber agua al paso del río Pauto. Mientras montaba, se concentraba en el canto de las aves, la brisa le traía ideas, las ideas las volvía imágenes y todo se le convertía en un silbo, el silbo de una melodía llanera.
A las dos de la mañana ya estaba en el estadio, ahora lucía un sombrero mucho más elegante, una camisa blanca, un jean y unas botas vaqueras. Cuando se bajó del carro volvieron las fotos, las sonrisas y los abrazos. Tras casi cuarenta minutos, tuvo que intervenir el equipo de logística para llevarlo al camerino a que esperara su turno para ir a la tarima. Sin embargo, muchos lograron colarse: el camerino era una carpa cubierta con tela impermeable, por eso los más osados levantaron la tela y se arrastraron hasta adentro para lograr las fotos que de inmediato buscaban likes en Facebook. De fondo se oía la interpretación de Armando Martínez, recia.
Bordón Libre estuvo listo en la tarima hacia las cinco de la mañana. Y entonces vino el llamado del presentador. Hubo un sonido de platillos, una armonía del arpa y Cholo, con los ojos cerrados, tal vez recordando las madrugadas en el corral, junto a la mamá, entonó un canto de ordeño. La gente aplaudió. La tarima se llenó de humo y en la pantalla gigante apareció en letras blancas y con fondo negro el seudónimo del más grande artista llanero: CHOLO, decía, en mayúscula. Paula estaba con una sonrisa inmensa. Fueron ochenta y cinco minutos de puro joropo, de baile, de fotos y de cientos de autógrafos (Cholo firmó casi doscientos sombreros). Al finalizar el show, todos acompañaron el compás del arpa sacudiendo los puños arriba. Fue eufórico. Al momento de irse se necesitó la ayuda de cinco policías para acompañarlo hasta el carro.
Cholo estaba contento, sintió que dejó a los araucanos satisfechos y que, como siempre, dio lo mejor de él para cumplirle al público.
Volvió al hotel, compartió un instante de charlas, risas y anécdotas con un grupo de amigos cercanos. Esperó la visita de la coordinadora del evento <<¡Así como lo acordamos, maestro!>> Le dijo ella y lo abrazó.
Cuando se despidió de Arauca, sonrió. Se fue con la satisfacción de haber hecho un buen trabajo, de haber sido un hombre caballero y firme, como don Manuel, y de haber cantado con el alma, como la señora Sara cuando estaba en el corral.
Una tardecita, cuando el sol se estaba poniendo, rojizo y grande, Cholito se sentó en el tranquero, se perdió en el vuelo del alcaraván y trajo a su mente las melodías del ordeño, entonces decidió que él iba a ser cantante, el mejor cantante de joropo del mundo.