Se necesitan instituciones fuertes, gobernantes que rindan cuentas y ciudadanos que vigilen.
El del despilfarro de las regalías es tal vez de los capítulos más robustos en la antología de la corrupción nacional. En términos cuantitativos, es vergonzoso, sin duda, pero su recordación entre los colombianos pasa más por lo simbólico de las páginas que lo componen.
La lista es indignante. Velódromos donde no se practica el ciclismo, piscinas de olas imaginarias, megahospitales donde apenas hacen presencia la maleza y los roedores y universidades que solo gradúan a los gobernantes que lideraron su construcción de doctores en despilfarro aplicado son algunas de las obras cuya primera piedra se ha puesto con mucha pompa y expectativa, y que hoy producen verdadero dolor de patria.
No hay duda, pues, de que este remedio no ha podido con la enfermedad. Algunos se lo atribuyen a que el Gobierno Nacional solo tiene un voto en un cuerpo tripartito y subrayan que la vigilancia ejercida por el Departamento Nacional de Planeación ha logrado que el desangre no sea de mayores proporciones.
Otros señalan, de nuevo, a la debilidad institucional en algunos lugares, que no cuentan con los medios para hacer inversiones que de verdad sean necesarias y generen impacto inmediato en el bienestar de la población. Pero al respecto hay que decir que no faltan casos en departamentos que, como el Valle del Cauca, están lejos de ser cenicientas en el orden nacional.
Por lo pronto, el detener el flujo de regalías a municipios que se han rajado en su manejo, como ya lo viene haciendo Planeación, es una medida de choque absolutamente necesaria. Pero es, asimismo, un paño de agua tibia. Instituciones fuertes, gobernantes que rindan cuentas y ciudadanos interesados en lo público que ejerzan vigilancia y control permanente son un antídoto mucho más poderoso. Pero ninguno tendrá efecto sobre el origen del mal si no se transforma la errónea noción de que estos dineros, como no nos cuestan, los volvemos fiesta.
EDITORIAL