Esta juventud no tiene futuro. ¿Por qué no gritan de histeria cuando oyen las disquisiciones ontológicas de William Ospina? ¿Dónde están los que se quieren tomar una selfi con Jorge Orlando Melo?
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Visité la Feria del Libro porque quería promover ejemplares de mi autoría: libros y libros que a la fecha yacen en cajas, y que sirven para lo mismo que las costosas recomendaciones de buen gobierno formuladas por Tony Blair a la administración Santos, consistentes, básicamente, en llamar ministros a los altos consejeros; altos consejeros a los secretarios, y nombrar a Rafael Pardo cada dos meses en el puesto que sea, exista o no: pobre. En otras palabras: libros y libros que no sirven para nada. De paso quería que mis hijas conocieran de primera mano semejante celebración de la inteligencia, y comprar alguna novedad bibliográfica: la Historia oficial del amor, el libro en que Ricardo Silva consignó la relación de Santos y Vargas Lleras a juzgar por las nuevas cuotas ministeriales, o La forma de las ruinas, recopilación de Juan Gabriel Vásquez sobre la Alcaldía de Petro.
Si se encontraban agotados, acudiría, entonces, a las nuevas versiones de los textos clásicos: El principito, que cuenta la vida de Martín Santos; Los miserables, que narra las andanzas de los hermanos Moreno; Drácula, sobre las tropelías de Alejandro Ordóñez, o La metamorfosis, biografía no autorizada de Roy Barreras.
Pero asistía a la feria, sobre todo, para cumplir con una firma de libros programada por la editorial que me los publica. Desde que tengo uso de razón he perseguido el sueño de ser escritor, de asumir –enfundado en un chal, con una pipa en la mano– el prestigioso destino de imponer mi verdad esclarecedora sobre las tinieblas del mundo. No sabía, entonces, que el verdadero oficio literario consiste en escribir libros que después no se venderán, y así lo comenté a mi esposa, mientras hacíamos una fila eterna para ingresar al parqueadero.
–¡Y qué querías! –se metió mi hija mayor, de 9 años–: ¡ni que fueras Germán Garmendia!
–¿De dónde es ese autor? –pregunté admirado por sus conocimientos–: ¿a qué movimiento pertenece?
–¡Es un ‘youtuber’! –me corrigió entre suspiros-: ¡es tan lindo!
–¿Un qué?
–Un ‘you-tu-ber’.
–¿Y qué es eso?
–Qué oso –me dijo avergonzada–: ¿de verdad no sabes? Pues una persona que graba sus propios videos…
–¿Como el capitán Ányelo con Ferro?
–¿Quiénes?
–¿Los graba él, mejor dicho?
–Sí –me respondió mientras me rapaba el celular– mira este…
Y fue en ese momento cuando conocí lo que era un ‘youtuber’. Se trata de un muchacho que, efectivamente, se filma a sí mismo haciendo monerías: comenta algo que le atañe –las cosas que detesta, su orientación sexual– en un video de edición frenética y entrecortada, salpicado de onomatopeyas, en el cual cambia de tonos de voz como César Gaviria cuando está bravo y da declaraciones radiales.
Rumié mentalmente aquel video, parecido a un taladro, mientras avanzaba por el recinto y me acomodaba en el pabellón en que debía firmar ejemplares. La fila era tan corta como la duración de Rafael Pardo en uno de los cargos en que lo rotan. La componían cinco personas, dentro de las cuales sobresalían mis dos tías, una bola de heno, Rafael Pardo, justamente, y un señor que me confundió con mi papá.
A los dos minutos había cumplido con mi misión, pero quería irme porque escuché que estaban robando celulares. En eso soy comprensivo con los autores: vivir de los libros es cada vez más difícil.
Cuando buscábamos la salida, sin embargo, la horda de fanáticos del famoso Germán Garmendia invadió el recinto y lo hizo colapsar.
Yo imaginaba que la presencia en la feria del tal ‘youtuber’ obedecía a una programación académica; que estaba allí para integrar un conversatorio sobre las mujeres y la guerra con Patricia Lara, o presentar la última novela de Andrés Hoyos, de apenas 1.000 páginas, para el que guste.
Pero qué va: lo de este muchacho era firmar y vender, uno tras otro, cientos de libros, montañas de libros, a fanáticos que morían por tomarse una foto con él.
Y no lo pude soportar. Y entonces me sumé al coro de intelectuales que se quejan del fenómeno, y con ofendidos pucheros juré que no volvería a asistir a un evento puerilizado por culpa de los ‘youtubers’. Esta juventud no tiene futuro. ¿Por qué no gritan de la histeria cuando oyen las disquisiciones ontológicas de William Ospina? ¿Dónde están las personas que se quieren tomar una selfi con Jorge Orlando Melo?
Camino de regreso, mis hijas observaron otros videos: el de un tal Nicolás Arrieta, el de un tal Juan Pablo Jaramillo: ¿en eso consiste ser ‘youtuber’, entonces? ¿En hablar con sobreexcitación y nerviosismo, como Noemí en los debates presidenciales?
Las carcajadas de ambas al final me derrumbaron. A quién quiero engañar, me dije: ¡qué daría yo por ser uno de ellos, agotar entradas, vender millares de libros!
Y entonces lo decidí: he decidido volverme ‘youtuber’. Seré un ‘youtuber’ de 40 años. Grabaré videos epilépticos sobre el examen de próstata; la duración del guayabo; la calvicie; mi vida marital. Seré famoso: ¡famoso! Venderé millones de libros en la próxima feria. Y tendré miles de seguidores. Sumarme a la época, será mi manera de derrotarla.