28 de marzo de 2024 - 2:16 PM
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Exparamilitar de Casanare, ahora es monje budista

EL TIEMPO publica el relato en la serie historias de reconciliación.

A los 17 años, Claude AnShin Thomas se alistó en el Ejército de Estados Unidos y se ofreció voluntariamente para servir en la guerra de Vietnam. Su abuelo era veterano de la Primera Guerra Mundial; su padre, de la de Segunda, y el legado debía continuar.

En Vietnam, desde un helicóptero, tenía a cargo la manipulación de una ametralladora M60, con la cual asesinó a cientos de personas que, dice, todavía puede ver en su cabeza.

Su helicóptero estuvo cerca de ser derribado en varias ocasiones, hasta que en la quinta, a mediados de 1967, fue destruido por las tropas adversas en el delta del río Mekong.

El piloto y el comandante murieron, y a Thomas, gravemente herido, la hazaña le mereció 25 medallas de aire , el equivalente a 625 horas de combate; la Cruz de Vuelo Distinguido, y la condecoración militar Purple Heart.

Regresó a Estados Unidos repleto de medallas, pero con el vívido recuerdo de la guerra. Sufría los síntomas del trastorno de estrés postraumático, todo el tiempo sentía que lo estaban persiguiendo, creía que los productos enlatados del supermercado eran trampas explosivas, llevaba una pistola a todas partes y dormía con un arma para protección.

Cayó en las drogas y el alcohol, y fue solo hasta comienzos de los 90, cuando encontró por azar a Thich Nhat Hanh , un monje budista vietnamita, que, literalmente, descubrió los encantos de la paz.

Thomas, ahora sacerdote budista, recibió dos nuevos nombres: Anshin («Corazón de la paz») y Angyo («Hacedor de paz»). En uno de sus viajes a Colombia para transmitir las lecciones que dieron vuelco a su vida, se topó con Andrés Camargo*, un joven aprendiz de meditación que le dijo: “maestro, yo quiero entrenarme con usted”.

Desde que lo vio, Thomas percibió que el muchacho tenía algo especial. El sacerdote se lo dijo y el otro respondió: “maestro, es que usted estuvo en una guerra y yo también”.

Alias ‘Reserva’

Andrés Camargo nació y fue criado en Sahagún, Córdoba. En una casa de palma y en una familia de madre soltera, dedicada a los oficios varios.

De niño fue inquieto. De adolescente practicaba boxeo, vendía helados, fumaba marihuana esporádicamente, andaba con arma blanca y protagonizaba rencillas contra grupos de otros barrios. Al salir del colegio, en 2003, aunque quería estudiar una licenciatura, no tuvo más opción que prestar servicio militar.

A los 18 años empuñó por primera vez un fusil y se sintió con poder. En el Ejército le afianzaron la idea de que el arma era más importante que el soldado, porque si llegaba a perderla o se la quitaban, con ella podían matarlo a él y a más de un compañero suyo.

Estuvo en Montería y en el nordeste de Antioquia, y aunque asumió el discurso de la guerra y le agradaba estar en ella, siempre tuvo problemas con la autoridad. Le costaba seguir órdenes, se escapaba hasta por tres días y los múltiples castigos, entre los que estaba el encierro, le impidieron salir de la institución con una tarjeta de conducta que avalara su postulación como soldado profesional.

Corría el 2005 y, sin opciones, Andrés trabajaba como vendedor de arepas de huevo, obleas y pasteles de pollo en los buses de Sahagún y municipios cercanos. Así fue por dos meses, hasta que un vecino reunió a varios jóvenes del barrio y les ofreció un trabajo que pintaba bien.

Tendrían que cuidar una finca de palma en Casanare. Si aceptaban, les costeaban los pasajes, recibían comida, hospedaje y 350.000 pesos mensuales que podrían ahorrar intactos si deseaban. Estaban cuatro meses en la zona y volvían a Sahagún a gastarse la plata.

Le dijeron que lo elegían porque tenía experiencia en el Ejército y eso indicaba que podía manejar un arma en caso de que un intruso entrara a la finca. Andrés no le vio malicia a la oferta y partió con otros seis, dos de los cuales se arrepintieron a último minuto en el bus.

Llegaron a Medellín, siguieron hasta Bogotá y luego a Puerto Gaitán, Meta. De ahí continuaron en chalupa hasta una finca en cuya orilla los esperaban un grupo de hombres armados con camuflado.

A su llegada, les dieron comida en abundancia y un comandante a quien llamaban ‘Chayanne’, les dijo: “somos las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Ustedes fueron traídos porque tienen manejo de armas y porque los necesitamos para abrir camino en el Casanare. Si se van, los matamos; si no obedecen las órdenes, los matamos, y si consumen drogas, también los matamos”.

Desde el primer día, Andrés perdió su nombre. Le pusieron el alias de ‘Reserva’, porque venía de las filas del Ejército, y le advirtieron que sabían quiénes eran y dónde estaban sus familiares. Primero lo enviaron a una finca llamada Texas, y luego entró a un selecto grupo de 12 hombres que debían conquistar terreno en Casanare para las ACCU.

‘Reserva’ debía caminar noche y día, patrullar, cobrar vacunas a grandes y pequeños hacendados en los alrededores de los municipios de Maní, Aguazul y Gaviotas, dispararle a la Policía si los atacaban y entrar a las casas con pasamontañas, sacar a la gente, amarrar a algunos y recolectar todas las armas, porque la orden era que solo los paramilitares debían tener el monopolio de las armas en la zona.

“La vida propia y la de los demás pierde significado cuando estás en la guerra. Uno se deshumaniza”, recuerda, mientras acepta que, aunque su lógica era sobrevivir, también se fijaba en la mirada de la gente, en la desesperanza, en el campesino llanero que andaba descalzo y montaba el caballo sin silla y en los chigüiros que corrían en manada.

La huida

Luego de tres meses con los paramilitares, cansado de las vejaciones que tenía que presenciar y propiciar, y cansado de los tratos que recibía y de las amenazas de muerte, robó un celular, tomó su equipo y su chinchorro, y con un compañero huyó a la media noche.

Los rescató la Policía en una carretera y fueron trasladados a Bogotá, donde convivió en un edificio antiguo de Teusaquillo con cerca de 80 desmovilizados de las guerrilla y las Auc. Allí, pudo llamar a su madre, a quien le habían dicho que a Andrés lo habían matado, lo habían picado en pedacitos y lo habían enterrado.

Pero las rencillas entre grupos continuaron en Bogotá, y ‘Reserva’, que pudo volver a ser Andrés, se encontraba en una etapa de estrés postraumático. Consumía drogas y alcohol, “andaba en vueltas raras”, le pasó por su mente vengarse, o volver a Sahagún y olvidar todo. Sin embargo, todo el tiempo tenía la sensación de que lo estaban persiguiendo para matarlo, y de que si volvía a Córdoba, iban a acabar con su familia. Por eso, andaba armado con revolver y debajo de su cama guardaba un machete.

Desligarse de las dinámicas del conflicto fue difícil, aunque poco a poco, con teatro, trabajando como auxiliar cívico y conociendo las historias de víctimas y otros victimarios, fue capaz de encontrar un poco de esperanza. De hecho, una desmovilizada del M19 le mostró la puerta que, según dice, lo salvó del hoyo negro en el que se encontraba.

La mujer, que trabajaba en la Secretaría de Gobierno de Bogotá, le pagó un retiro espiritual de meditación con un sacerdote jesuita.

“Ese fin de semana, algo pasó en mi interior que no logro explicar con palabras. No logré meditar, pero algo quedó”, recuerda Andrés, y añade que después del retiro comenzó a estudiar con esmero el arte de la meditación, se matriculó a un programa de sociología y se acercó, como nunca había imaginado, a los temas sociales. Acompañaba a excombatientes en varias localidades de Bogotá y hacía talleres de sanación para víctimas y victimarios, sin importar si eran guerrilleros o paramilitares.

En uno de esos encuentros, una amiga le recomendó acercarse a Claude AnShin Thomas, un monje budista, veterano de la guerra de Vietnam, que estaba de visita en Bogotá y cuya historia no era muy distinta a la de Andrés.

La conexión entre ambos fue tal, que el colombiano viajó a Estados Unidos a formarse con el sacerdote, de quien aprendió cómo es vivir la no violencia en carne propia.

Hoy estudia un doctorado en Educación en la Universidad de La Salle de Costa Rica y  adquirió la investidura y título de Maestro del Dharma Budista en la orden Hsu Yun del budismo Chan.

A Andrés, a quien alguna vez llamaron ‘Reserva’, lo renombraron maestro Zheng Gong Shakya, que significa perseverancia, y su misión ya no es disparar, sino que es responsable, a través de una comunidad budista en Bogotá, de “fortalecer la construcción de la paz, la no-violencia y una nueva conciencia para el siglo XXI”.

La reconciliación, según un monje budista

“El primer paso hacia el perdón fue reconciliarme conmigo mismo, con mis propios demonios. Aprender a escucharme, a observarme, a entender que la guerra nunca ha terminado, que continúa todo el tiempo, que aunque hay dejación de las armas, aunque yo no tomo, mentalmente todavía hay muchos condicionamientos que están allí.

Con un auténtico proceso de reconciliación interior, hay que tomar acciones. Yo he tenido que cortar con pensamientos, formas de vidas, personas y actitudes. Y una vez lo has hecho, una vez te comprendes, es momento de comprender al otro.

En el budismo no se habla de perdón, sino de comprensión. Cuando entiendo cómo el otro llegó a ser lo que es, sus contextos, puedo ponerme en su lugar, y decir, ¿qué hubiese hecho yo de él?

Me rodean varias víctimas y victimarios, y al conocer su historia, al comprender el dolor, logro identificar los mínimos que nos acercan. Comprenderlos me hace humanizarlos.

Mi etapa en el conflicto debo aprovecharla para asumir la responsabilidad de lo que hice, para contarlo, transmitirlo y tomar acciones, de manera que no se vuelvan a repetir con otras personas, en otros contextos.

La reconciliación en mi vida es transmitir las herramientas que me sirvieron a mí y sembrar cultura de paz en un país enfermo de violencia”, dice el maestro Zheng Gong Shakya.

*Nombre cambiado a petición de la fuente.

MARIANA ESCOBAR ROLDÁN
ELTIEMPO.COM
marrol@eltiempo.com

Written by
Redacción Chivas

Periodista, Director de www.laschivasdelllano.com y www.laschivasdecolombia.com