Liz Truss ha tirado la toalla. A las 14.30 de este jueves, hora peninsular española, la primera ministra del Reino Unido comparecía ante las puertas de Downing Street para anunciar su dimisión tras solo 44 días en el cargo. Se ha convertido así en la jefa de Gobierno más breve en toda la historia del Reino Unido.
“No puedo cumplir el mandato para el que me eligieron. He anunciado al rey mi decisión de dimitir”, ha afirmado. La todavía primera ministra ha acordado con la dirección del Partido Conservador que seguirá en el puesto hasta que se elija un sustituto a lo largo de la semana que viene, el tiempo que se han dado para buscar una solución a la crisis desatada.
La oposición laborista, y los liberales demócratas, se han apresurado a reclamar nuevas elecciones, frente al propósito de los tories de elegir nuevo primer ministro. “El Partido Conservador ya no tiene un mandato para seguir gobernando”, ha dicho el líder laborista, Keir Starmer. “La ciudadanía británica merece tener voz a la hora de decidir el futuro del país, y poder comparar el caos creado por los tories con los planes de la oposición para salir de este enredo”.
En menos de dos meses,Truss había logrado tener en su contra a la mayoría de sus diputados —incluso aquellos que la respaldaron durante las primarias del pasado verano—; a los mercados; al Banco de Inglaterra y a las principales instituciones económicas del país y prácticamente a toda la opinión pública del Reino Unido. A pesar de haber dado marcha atrás a su histórica rebaja de impuestos, valorada en más de 60.000 millones de euros, que amenazaba con provocar un insostenible agujero en las cuentas públicas. A pesar de haber echado con cajas destempladas a su amigo y aliado, el ministro de Economía Kwasi Kwarteng, para sustituirle por un moderado como Jeremy Hunt. Y a pesar de haber perdido perdón a los diputados conservadores y al electorado británico. Pese a todo esto, los días de Truss estaban contados.
Se había convertido en una primera ministra vacía de contenido, sin programa que defender, incapaz de comunicar eficazmente la labor del Gobierno y enfrentada completamente con su grupo parlamentario. El fiasco de la votación del miércoles sobre una moción-trampa de la oposición laborista terminó de agravar las cosas. Zarandeos, empujones y gritos entre los diputados tories, obligados a votar en contra de su voluntad sobre un asunto tan polémico como el fracking para demostrar su lealtad con un Gobierno que se deshacía minuto a minuto.
El miércoles, un día antes de su dimisión, ya iba a ser recordado en el Reino Unido como una de las jornadas más tormentosas en su historia política. “Esto es un caos, y la mayoría de mis colegas están hartos”, ha dicho a la BBC el veterano diputado conservador Charles Walker. “Tenemos que recuperar el control. Los adultos del partido, y todavía existen unos cuantos, deben reunirse en un cónclave papal durante las próximas horas y decidir entre ellos una coronación”, sugería Walker, después de una noche trágica en la Cámara de los Comunes.
Cumplidas ya varias décadas en la bancada conservadora, Walker es uno de los que ha anunciado que no se presentará a las próximas elecciones, la condición ideal para arremeter libremente contra la primera ministra, Liz Truss, y los desastres provocados por su breve mandato. En eso consiste hoy el Partido Conservador del Reino Unido. Solo aquellos diputados que forman parte del Gobierno callan, o hacen tímidas defensas de la aún jefa de Gobierno. El resto se prepara para lo peor o se conjura para cambiar de líder lo más pronto posible. Truss se ha reunido la mañana de este jueves, según confirmaba Downing Street, con Graham Brady, el diputado responsable de organizar las mociones de censura internas o la convocatoria de nuevas primarias. Es el líder, además, de la mayoría de los parlamentarios sin cartera, entre los que se acumulan las peticiones de dimisión de la primera ministra. A la reunión se han sumado el presidente del Partido Conservador, Jake Berry, y la vice primera ministra, Thérèsse Coffey. Una imagen clara de un Gobierno en clara situación de crisis.
Al menos 16 diputados habían expresado públicamente su deseo de que Truss dimitiera. En privado, según sostenían algunos medios británicos, serían ya más de 100 las “cartas de retirada de confianza” que han llegado al buzón de Graham Brady, el presidente del Comité 1922. Es el órgano que reúne a los backbenchers (literalmente, los diputados de las bancadas traseras). Son la mayoría de los parlamentarios, los que no ocupan puesto alguno en los escalones del Gobierno, y, por tanto, los más libres para rebelarse contra un líder que no les convenza. Los estatutos del Partido Conservador otorgan a Brady la organización tanto de una moción de censura interna contra el primer ministro —en el caso, obviamente, de que sea tory— como de un nuevo proceso de primarias.
Fue Brady quien se reunió con Boris Johnson para explicarle el estado de ánimo de sus diputados y sugerirle que tirara la toalla. Este jueves por la tarde se reúne con los miembros de la dirección del Comité 1922, y muchos tories quieren que sea él de nuevo quien indique a Truss que la batalla ha terminado. “Yo tenía grandes esperanzas en el mandato de Liz Truss, pero después de lo ocurrido la pasada noche creo que su posición es ya insostenible. Yo también he enviado mi carta a Graham Brady”, ha escrito en Twitter Sheryll Murray, una de las diputadas que salió en defensa de la primera ministra cuando todavía parecía posible que pudiera controlar el caos creado por su bajada de impuestos.
Un grupo parlamentario en rebeldía
“Liz Truss debe irse lo más pronto posible. Su sucesor, sea quien sea, debe ser alguien capaz, competente y que sepa comunicar con eficacia”, ha escrito el euroescéptico David Frost en el Daily Telegraph. Hace apenas unos días, él mismo le pedía que resistiera las presiones de lo que, según él, era una coalición de izquierdistas y globalistas, desde el diario Financial Times a la UE o el Fondo Monetario Internacional. Es la clara demostración de que Truss se ha quedado sin flancos (ni en el centro, ni en la derecha, ni en la extrema derecha) que la defiendan. “Le quedan 12 horas para intentar salvar su puesto”, decía el veterano diputado tory Simon Hoare a primera hora de este jueves. Sin ningún dato, más allá de que esas eran las horas aproximadas hasta la reunión de Truss con Brady. Y, sin embargo, nadie ha cuestionado que, más o menos, pueda ser eso el resto de vida política que le queda a la primera ministra.
La votación del miércoles por la noche respondía al manual de Downing Street para utilizar al Parlamento en su favor. En 2019, el Partido Conservador había prometido en su programa electoral que el fracking (la técnica de fractura hidráulica para extraer hidrocarburos de la roca) seguiría prohibido en el Reino Unido “hasta que la ciencia demostrara categóricamente que es un método seguro”. Truss hizo una campaña neoliberal de bajos impuestos, desregulación y decisiones agresivas para conquistar este verano el liderazgo del partido. Y prometió, entre otras cosas, que levantaría la prohibición. La crisis energética derivada de la invasión de Ucrania, explicaba entonces, hacía necesario asegurar el suministro nacional de gas.
La trampa tendida el miércoles por la oposición laborista también era de manual. Impulsaron una moción de urgencia en la Cámara de los Comunes para prohibir de modo definitivo, por ley, el fracking. Era una disyuntiva complicada para muchos diputados conservadores, conscientes del rechazo que provoca esa práctica de extracción entre sus votantes. Lo normal habría sido que el Gobierno no hubiera impuesto disciplina de voto. Sabía que podía derrotar, aunque fuera por la mínima, el intento laborista de pescar en aguas revueltas. Pero Truss, que necesitaba desesperadamente demostrar su autoridad, impuso el llamado three-line-whip (el látigo triple). En la jerga parlamentaria británica, los whips (látigos) son los diputados que transmiten la voluntad del Gobierno en una votación, controlan a sus colegas y aseguran la disciplina. El látigo triple es el modo de indicar que cualquier desviación de la consigna se traduciría en la retirada de la condición de diputado conservador y la expulsión del grupo parlamentario. En la jerga, de nuevo, lose the whip (perder el látigo).
El equipo de Truss transmitió a sus parlamentarios que interpretaba la votación en curso como una “moción de confianza” a la primera ministra. Quedaba claro el órdago. Por eso, cuando, al final del debate, el secretario de Estado de Energía, Graham Stuart, —en un estado de confusión mental similar al que vive estos días Downing Street— era incapaz de definir qué se estaba votando exactamente, estalló la rabia entre los tories. La diputada Ruth Edwards, exigía una aclaración, reprochaba a la dirección del grupo que los obligara a votar en contra de sus propias promesas electorales y les decía que “debían esconderse por pura vergüenza”.
Una investigación oficial
El método de votación de la Cámara de los Comunes es tan peculiar que ha creado una jerga universal. Los diputados se reparten en dos pasillos, a cada lado de la Cámara, para expresar su posición. A favor o en contra de la propuesta legislativa. Por eso, a las votaciones se las llama division, y por eso el ejercicio de intentar convencer —o presionar— a los diputados para que se dirijan a uno u otro pasillo se conoce como lobbying (pasillear). La noche del miércoles, según algunos presentes, el pasilleo adquirió una agresividad poco común, hasta el punto de que el speaker (presidente) de la Cámara, Lindsay Hoyle, decidió abrir una investigación. Algunos diputados laboristas aseguran que presenciaron escenas de zarandeos, gritos y acosos por parte de los whips conservadores sobre sus compañeros.
Tal fue el caos que, durante unas horas, era evidente que la chief whip (la jefa del grupo parlamentario, con rango ministerial), Wendy Morton, y su número dos, Craig Whittaker, habían estallado allí mismo y anunciaban su dimisión. Se sentían desautorizados por un Gobierno que, después de obligarlos a imponer una disciplina estricta, mandaba a debatir a la Cámara a un secretario de Estado incapaz de explicar lo que allí sucedía. Y, sobre todo, se sentían desbordados por la rabia de sus compañeros. Truss tuvo que emplearse a fondo para convencer a Morton de que no abandonara la nave. A la una y media de la madrugada (dos y media, hora peninsular española), Downing Street emitía un comunicado en el que aseguraba que Morton —a la que se ha visto entrar este jueves, a primera hora de la mañana, en la residencia de la primera ministra— seguía en su puesto, que la votación debía interpretarse sin lugar a dudas como una “moción de confianza” y que, en los próximos días, se estudiarían las excusas y justificaciones de los 40 diputados que no votaron, o votaron a favor de la moción laborista, para adoptar “las medidas disciplinarias proporcionales”.
Fuente: El País
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