
Por las calles empedradas de Jerusalén, hace más de dos mil años, caminaba un hombre con la mirada serena y los pies heridos. Lo seguía una multitud: algunos con fe, otros con miedo, muchos con dudas. Aquel hombre, llamado Jesús de Nazaret, estaba a punto de cambiar la historia. Y sin saberlo, también nuestras costumbres.
Desde entonces, cada año, millones de personas en todo el mundo reviven su paso, su dolor y su promesa. Así nació la Semana Santa, no solo como una tradición religiosa, sino como una memoria viva que atraviesa culturas, generaciones y fronteras.
De Jerusalén a Sevilla, de Popayán a Filipinas
En España, los pasos de madera tallada, cubiertos por flores y acompañados de marchas solemnes, recorren las ciudades entre el incienso y el silencio. En México, las representaciones vivientes convierten plazas y pueblos en escenarios de fe. En Colombia, Popayán se viste de blanco y de recogimiento, mientras los cargueros llevan sobre sus hombros los íconos que, para muchos, pesan más por el alma que por el cuerpo.
Y si uno viaja al otro lado del mundo, en Filipinas, hay quienes aún se flagelan como un acto de penitencia. Porque allá también se cree, se llora, se canta, se ofrece.
Una semana para detener el reloj
En Boyacá, como en tantos rincones de Colombia, las campanas todavía marcan el inicio del Jueves Santo, y la gente guarda silencio frente a la imagen del Nazareno. Las abuelas preparan los siete potajes, los niños ayudan a cargar los cirios, y los más viejos recuerdan cuando todo el pueblo iba a misa en ruana, con las manos entrelazadas y el corazón dispuesto.
Más allá del rito, Semana Santa se ha convertido en un momento para detener el reloj. Para mirar hacia adentro. Para entender que la vida no es solo ruido ni velocidad. Que hay dolores que aún enseñan, y esperanzas que no mueren.
¿Qué nos sigue diciendo esta historia?
Quizá por eso, después de tantos siglos, seguimos contando la misma historia. Porque, como decía mi abuela, «si uno no aprende del dolor de Cristo, no aprende del suyo tampoco». La Semana Santa no es solo una fecha en el calendario. Es un llamado. A la reflexión, al perdón, a la pausa.
Es una procesión que no ha terminado. Que camina descalza, entre nosotros.